Un paisano en Catamarca, Provincia de Buenos Aires, Argentina, encontró un huevo muy grande. Nunca había visto nada igual. Y decidió llevarlo a su casa.
- “¿Será de un avestruz?” preguntó a su mujer.
- “No. Es demasiado abultado”; dijo el abuelo
- “¿Y si lo rompemos?”, propuso el ahijado. -
“Es una lástima. Perderíamos una hermosa curiosidad”; respondió la cuidadosa abuela.
- “Estoy en duda, pero, lo voy a colocar a la pava que está empollando huevos. Tal vez con el tiempo nazca algo.” Afirmó el paisano y así lo hizo.
Cuenta la historia que a los quince días nació un pavito oscuro, grande, nervioso, que con mucha avidez comió todo el alimento que encontró a su alrededor.
Luego miró a la madre con vivacidad y le dijo entusiasta: “Bueno, ahora vamos a volar.”
La pava se sorprendió muchísimo de la proposición de su flamante crío, y le explicó: “Mirá, los pavos no vuelan. Te hace mal comer apurado”.
Entonces trataron de que el pavito coma más despacio, el mejor alimento y en la medida justa. El pavito terminaba su almuerzo o cena, su desayuno o merienda y le decía a sus hermanos: “¡Vamos muchachos, a volar!”
Todos los pavos le explicaban entonces nuevamente: “Los pavos no vuelan. A vos te hace mal la comida.” El pavito fue hablando más de comer y menos de volar.
Y creció y murió en la pavada general: ¡pero era un cóndor! Había nacido para volar hasta los 7.000 metros ¡pero nadie volaba… !
El riesgo de morir en la pavada general es muy grande. ¡Como nadie vuela! Muchas puertas están abiertas porque nadie las cierra, y otras están cerradas porque ninguno las abre.
El miedo al hondazo es terrible. La verdadera protección está en las alturas. Especialmente cuando hay hambre de elevación y buenas alas.
Fuente: www.paginalatina.blogspot.com